miércoles, 3 de diciembre de 2008

CUENTO DE DÍA DE MUERTOS:Todos los días para Olivia



Las lápidas son cubos pequeños que forman una dentadura de mármol en la tierra. Jacinto acomoda los cempasúchiles como soles marchitos en la tumba de Olivia del Prado. El cementerio luce repleto de gente que celebra días de campo con sus muertos.
 Los dedos ligeros del sol de noviembre rebotan en los nombres esculpidos sobre la piedra aunque el resto del año se escondan entre la hierba. Pero eso nunca ocurre en la tumba de Olivia. En ella, Jacinto no deja que las ramas cubran el nombre, para no correr el riesgo de olvidar.  Cuando la conoció, todos sus pensamientos cuerdos se pulverizaron. Aquella fotografía en el periódico se estampó en él como una obsesión. La sonrisa de ella parecía salirse del papel, buscando sus labios maduros. Durante horas platicaba con Olivia en medio de alucinaciones.
Empezó la cacería inmediatamente y no fue difícil encontrarla: la familia del Prado era muy conocida en la ciudad.
La siguió a todos lados: por la avenida, a su casa, a pesar del frío y la lluvia. Y sólo con verla se acumuló   calor en su estómago. Se concentraba en cada movimiento de sus pasos sin permitir que alguien lo distrajera de su objetivo. Ella no imaginó que la carne de Jacinto se cocinaba en su propia sangre y que eso lo hacía llorar.
El olor de las flores se ha secado en la nariz de Jacinto; por eso les pone más agua de la botella que lleva consigo, aunque sabe que no revivirán.
La gente empieza a irse, la noche arrastra los residuos del día más allá de los cerros calvos. Se estremece al reconocer la misma sensación de aquella vez, cuando se encontró cara a cara con Olivia. Ella caminó rápido entre los árboles despojados de follaje por el otoño. El parque estaba vacío y se arrepintió tarde de cortar camino; pero ya no pudo regresarse y sólo le quedó trotar, pisoteando las sombras, maldiciendo la hora en que se le ocurrió irse a pie.
Jacinto estaba muy cerca de Olivia y acompasó su ritmo con el de la muchacha. Ella lo vio y aceleró más la carrera; no obstante, los pasos de Jacinto, vigorizados por la ansiedad, la alcanzaron. Cuando la detuvo, ella quedó inmóvil. Sólo se escuchaban los alientos desbocados.
Él sonrió y le pidió que no tuviera miedo, que sólo quería conocerla. Su voz salió casi como un suspiro; sus brazos apoyados en un árbol, eran rejas. Ella estaba adherida a la corteza rugosa y no escuchaba lo que él le decía, sólo pensaba en huir. Eso decepcionó a Jacinto, quien intentó repetirle la frase; pero era como si hablara en un idioma que la aterrorizaba. Ella no supo reconocer el día del encuentro, el día donde él por fin desatara la madeja de su timidez.
Con esa amargura que le venía desde adentro, le dio un beso con cautela. Ella lloraba con la cara contraída  como  un bebé. Él paso los labios sobre su mejilla de sal; recordó la sonrisa pegada en el espejo y se vio a sí mismo, calcinado por la pasión. Sin embargo, el recuerdo empezó a corromperse en su cerebro. Entonces aflojó los brazos sin pensar, hasta desarmar la cárcel.
Olivia quedó confundida por unos minutos, sin entender la actitud de su perseguidor.
Volvió a correr con todas sus fuerzas; pero en su pecho algo incontrolable rebotaba sin ritmo hasta dejarla paralizada. Cayó en la alfombra de hojas y sombras, en medio de un dolor muy fuerte. Vio a Jacinto cerca de ella y a pesar de que todo estaba en penumbras, la piel vieja de él reflejo una luz intensa. Ella, desesperada trató de aferrarse a esa visión, ya sin miedo mezclándola con su último aliento. El hombre se quedó ahí sentado hasta que la noche se evaporó. Por último, pasó su dedo por el sudor congelado de la frente de Olivia y después probó ese sabor amargo que corrompió para siempre su garganta.
No puede evitar ponerse las manos en la cara al recordar. Entierra sus uñas en los pómulos. El día de muertos arde y se consume igual que una colilla de cigarro. Ya no queda nadie. Él trata de levantarse pero no puede. La imagen de Olivia se trepa en sus hombros como todos los días. En lo más profundo de la fosa oye una voz.
Sabe que se trata de ella, exigiéndole que se quede. Con todo, Jacinto se levanta tembloroso y se pone a caminar, pidiéndole entre sollozos que lo deje ir, que regresara al otro día, como siempre. 

 Del libro: La cerca y un espejo. Autora: Gabriela d´arbel.
     

miércoles, 9 de abril de 2008

CUENTO: EL TERCER PISO (Libro Cordelia y otros fantasmas)


Tu cara ha cambiado, tus dientes parecen más grandes, tu cabello lanoso ya empieza a caer, pero eso no se compara con lo que sientes dentro. Ese  frío sólido concentrado en tus arterias.
Los ruidos en el tercer piso son más descarados. Esperas que vengan por ti. Sin embargo te dejarán sufrir un poco más hasta que te vuelvas parte de ellos dejándoles sólo tu cadáver. Recuerdas a Günter, ahora en forma de un fantasma casual que te ayudó a cavar  tu fosa.

En el jardín están cayendo pelusas blancas que nunca habías visto, las observas desde el sillón azul. Se acumulan en el piso como un tapete tejido de hielo. 

No sabes cuanto tiempo ha pasado desde que se fue de viaje, y te dejó en la casa prometiendo volver pronto, en estas semanas ya no puedes reconocerte. El averno que todavía ayer permanecía en el exterior ya  entró en tu cabeza.

Casi no te acuerdas de la cara de Günter, no obstante aún los recuerdos aterrizan de vez en cuando con sus aguijones  torturándote de nuevo.

Recuerdas el calor húmedo del puerto de Veracruz, la plaza atestada de turistas en mesas de lámina tomando cerveza, los sonidos de música norteña y jarocha mezclándose entre el caos. Lo viste sentado solo con un tarro de cerveza, riendo como idiota mientras una mujer vieja bailaba frenéticamente por dinero al compás de la marimba. No te llamó la atención por su atractivo, sino por el hecho de no ser mexicano. Te causaba tanta curiosidad que sólo la sacarías si te llegaba a acariciar. Él te invitó una cerveza y tú no lo pensaste siquiera, platicaron durante toda la noche, era agradable esa combinación de aliento a cerveza y español con acento.  La química cadenciosa  entre ustedes bailaba de un beso a otro y todo el tiempo te imaginaste con él desnuda en la cama,  tu piel obscura anudada en ese cuerpo casi albino.

Fueron al hotel frente a la plaza. El ruido de la música se escuchaba intenso y quedó grabado en las paredes de tu memoria.  Él te acarició  tan suavemente que sentiste recelo, te quitó el vestido perdiendo sus manos lívidas sobre el laberinto que eras tu misma. La música sonaba más armoniosa, eso te relajó. El delirio que dibujaste en su cuerpo no creció mucho durante la madrugada.    


Ahora los sonidos del tercer piso ya no te estremecen, sabes que el peligro está llegando en pequeñas bocanadas. Tu angustia aumenta por la espera desquiciante,  preferirías ir por tu propio pie al sacrificio
No revisas los anaqueles, no quieres saber cuándo encontraras la última lata de col agria. 
Recuerdas cuando llegaron a la casa, te tumbaste en el sillón azul.  El óleo del hombre desnudo en colores índigos quedó frente a ti, luego  poso las manos  sobre tu espalda desabrochando tu blusa dorada.
 Sentiste vergüenza cuando te miró los pechos de barro negro. Se acercó reposando sus labios en tu pezón moreno toda la noche, así  parecías romper la armonía de ese micromundo ordenado,  sin embargo el hombre rubio  no parecía cansarse de ti. Desde ese momento tu confianza creció irresponsablemente asfixiando tu cordura. Günter nunca te habló del tercer piso hasta el día que él salió de viaje y exploraste cada lugar de la casa.
 En el segundo piso había una pequeña escalera angosta que daba a una puerta cerrada. La trataste de abrir pero no había llave.
Después de ese día  los ruidos llegaron como una avalancha incontrolable y él no regresó.
Una mañana en que la curiosidad  te jaló hasta  el tercer piso, sólo diste vuelta a la perilla y la puerta se abrió haciendo un crujido tan prolongado que fue inevitable retroceder.  percibiste un olor a  historia vieja hecha de polvo y piel  y te hizo vomitar.

Te asomaste por una ventana para respirar el aire frío y restablecerte, sin embargo te perturbaron los cambios en el jardín, alguien había sembrado flores y limpió la hierba sin tu consentimiento. Fuiste hasta la esquina de la calle, solo encontraste algunas mujeres que regresaban con sus canastas repletas de verduras, intentaste comunicarte; una de ellas, preocupada, te prestó atención pero fue imposible darte a entender  y volviste a  casa arrastrando el lastre de tu frustración.
  El sol ralo de Alemania no tiene comparación con el sol viril de Veracruz.
Ahora es extraño haber pensado alguna vez que nunca dejarías de sentir su ardor. Cuando andabas por el malecón comprando collares de pedacearía de conchas,  mientras coqueteabas con los turistas azorados. A ellos les gustaba el olor del agua salada en tu cuerpo profuso y la medusa furiosa de tu cabello. Inconscientemente intentas oler tu piel, mas ese aroma a sal te abandonó hace meses.

Los sonidos que no podías interpretar ahora los entiendes igual a un idioma familiar; los pasos en la escalera, voces  gritando que no  perdonan tu audacia, el alacrán  que se pasea todos los días dentro de las habitaciones raspando las paredes con sus tenazas. Pero te refugias en la única tierra conocida, los recuerdos. 
Vuelves una y otra vez a repasar las calles de Veracruz en la noche húmeda, las cuales todavía reposan en tu cabello como prendedores. Tus paseos clandestinos entre la muchedumbre envuelta en la fiesta interminable del puerto.

Una madrugada el polvo luminoso de la luna teutona contaminó la habitación. Era imposible  dormir con tanta claridad. No obstante sabías que no era sólo la luz; también la noche era un cuerpo aplastante con olor a miedo. 
Volteaste hacia la puerta y viste a uno de ellos recargado en el marco  observándote. La luz nutrida le rellenó las mejillas marchitas. Mantuviste tu cuerpo rígido y le diste la espalda negando su existencia, escuchaste sus pasos firmes, el llegó hasta la orilla de tu cama. Palpó tu espalda desnuda, sin pasión, sólo curiosidad. Sus dedos ardían, dejando en tu piel  cicatrices. Pasaron algunos minutos y desapareció como llegó, entre los pliegues de la oscuridad.
Llega un recuerdo en forma de sonido. Es el dominó de tu padre chocando pieza contra pieza sobre la mesa asoleada del comedor. Ese rostro envejecido y concentrado en el juego. Todavía puedes oler el humo de su  puro. Tú sentada en el piso de losa sintiendo el calor en tus muslos. Ese día esperaste a que diera la hora para irte hacia Günter sin dejar indicio; una dirección, un teléfono, y así reforzaste tu destino miserable. Esta sentencia te golpea en la cabeza como una pedrada. El frío empaña los vidrios  de la casa, quieres salir pero todas las puertas y ventanas ahora están cerradas.  
Luchas con las cerraduras sin embargo tu  voluntad  hace mucho tiempo que se fugó.     
 ¿Dónde estará Günter? Te preguntas en voz alta esperando la respuesta, y sólo una urraca te contesta desde una rama congelada, ahogándose en un graznido vacío.
CUENTO DEL LIBRO "CORDELIA Y OTROS FANTASMAS"