Rocky, el perro de Joaquín, está desesperado por salir a dar su paseo diario. Joaquín dice que regresera en un rato. Su mujer no presta demasiada atención y sigue lavando los trastes. Pasan varias horas, por fin, Joaquín regresa. Susana huele en su camisa el humo del tráfico de las seis de la tarde; sacude el lomo del perro, las pelusas grisáceas del anochecer. Pregunta por qué llegó tarde, pero Joaquín sólo levanta los hombros y suspira.
Al otro día y a la misma hora, el hombre vuelve a pasear al perro. Susana espera. Esta vez llega en la noche, con un acento extraño que apenas se percibe. Rocky lleva en sus patas el polvo de otro barrio, el polen de las magnolias de un patio escondido.
Se evaporan los días. Se marca, cada vez más, el acento extranjero de su esposa hasta no entender lo que dice. La mujer se siente invisible, como una historia que ya nadie se acuerda de contar.
Susana con las yemas de los dedos acaricia a la tristeza. Sospecha que la catástrofe está cerca. Un día Rocky le gruñe como si fuera una desconocida. Intenta estudiar las palabras que ahora son un misterio, agudiza el olfato y por las noches explora los tatuajes que dibujan lugares sobre la piel de su esposo. Descubre una habitación que aún huele a cama nueva y una ventana estrecha donde a penas se ve la silueta de Rocky, que ahora es otro perro, y la mascota de otro dueño. Susana temerosa de su ensoñación, arrastra su noche como una frazada que aprieta sobre su mejilla y huye a otro cuarto.
Ya se ven desde la bruma algunas estrellas como lunares palpitantes, ella logra, de golpe, entender todas las señales y las reduce a una frase: Joaquín y Rocky no van a regresar, ahora tienen una nueva dirección. Susana descansa: ya no tiene que esperarlos. Esa noche acostada en su cama, piensa que mañana cambiará la chapa de la puerta y tirará el plato mugroso del perro.
Gabriela d´Arbel