Las lápidas son cubos pequeños que forman una dentadura de mármol en la tierra. Jacinto acomoda los cempasúchiles como soles marchitos en la tumba de Olivia del Prado. El cementerio luce repleto de gente que celebra días de campo con sus muertos.
Los dedos ligeros del sol de noviembre rebotan en los nombres esculpidos sobre la piedra aunque el resto del año se escondan entre la hierba. Pero eso nunca ocurre en la tumba de Olivia. En ella, Jacinto no deja que las ramas cubran el nombre, para no correr el riesgo de olvidar. Cuando la conoció, todos sus pensamientos cuerdos se pulverizaron. Aquella fotografía en el periódico se estampó en él como una obsesión. La sonrisa de ella parecía salirse del papel, buscando sus labios maduros. Durante horas platicaba con Olivia en medio de alucinaciones.
Empezó la cacería inmediatamente y no fue difícil encontrarla: la familia del Prado era muy conocida en la ciudad.
La siguió a todos lados: por la avenida, a su casa, a pesar del frío y la lluvia. Y sólo con verla se acumuló calor en su estómago. Se concentraba en cada movimiento de sus pasos sin permitir que alguien lo distrajera de su objetivo. Ella no imaginó que la carne de Jacinto se cocinaba en su propia sangre y que eso lo hacía llorar.
El olor de las flores se ha secado en la nariz de Jacinto; por eso les pone más agua de la botella que lleva consigo, aunque sabe que no revivirán.
La gente empieza a irse, la noche arrastra los residuos del día más allá de los cerros calvos. Se estremece al reconocer la misma sensación de aquella vez, cuando se encontró cara a cara con Olivia. Ella caminó rápido entre los árboles despojados de follaje por el otoño. El parque estaba vacío y se arrepintió tarde de cortar camino; pero ya no pudo regresarse y sólo le quedó trotar, pisoteando las sombras, maldiciendo la hora en que se le ocurrió irse a pie.
Jacinto estaba muy cerca de Olivia y acompasó su ritmo con el de la muchacha. Ella lo vio y aceleró más la carrera; no obstante, los pasos de Jacinto, vigorizados por la ansiedad, la alcanzaron. Cuando la detuvo, ella quedó inmóvil. Sólo se escuchaban los alientos desbocados.
Él sonrió y le pidió que no tuviera miedo, que sólo quería conocerla. Su voz salió casi como un suspiro; sus brazos apoyados en un árbol, eran rejas. Ella estaba adherida a la corteza rugosa y no escuchaba lo que él le decía, sólo pensaba en huir. Eso decepcionó a Jacinto, quien intentó repetirle la frase; pero era como si hablara en un idioma que la aterrorizaba. Ella no supo reconocer el día del encuentro, el día donde él por fin desatara la madeja de su timidez.
Con esa amargura que le venía desde adentro, le dio un beso con cautela. Ella lloraba con la cara contraída como un bebé. Él paso los labios sobre su mejilla de sal; recordó la sonrisa pegada en el espejo y se vio a sí mismo, calcinado por la pasión. Sin embargo, el recuerdo empezó a corromperse en su cerebro. Entonces aflojó los brazos sin pensar, hasta desarmar la cárcel.
Olivia quedó confundida por unos minutos, sin entender la actitud de su perseguidor.
Volvió a correr con todas sus fuerzas; pero en su pecho algo incontrolable rebotaba sin ritmo hasta dejarla paralizada. Cayó en la alfombra de hojas y sombras, en medio de un dolor muy fuerte. Vio a Jacinto cerca de ella y a pesar de que todo estaba en penumbras, la piel vieja de él reflejo una luz intensa. Ella, desesperada trató de aferrarse a esa visión, ya sin miedo mezclándola con su último aliento. El hombre se quedó ahí sentado hasta que la noche se evaporó. Por último, pasó su dedo por el sudor congelado de la frente de Olivia y después probó ese sabor amargo que corrompió para siempre su garganta.
No puede evitar ponerse las manos en la cara al recordar. Entierra sus uñas en los pómulos. El día de muertos arde y se consume igual que una colilla de cigarro. Ya no queda nadie. Él trata de levantarse pero no puede. La imagen de Olivia se trepa en sus hombros como todos los días. En lo más profundo de la fosa oye una voz.
Sabe que se trata de ella, exigiéndole que se quede. Con todo, Jacinto se levanta tembloroso y se pone a caminar, pidiéndole entre sollozos que lo deje ir, que regresara al otro día, como siempre.
Del libro: La cerca y un espejo. Autora: Gabriela d´arbel.